Brisa vaporosa
Elvira conducía con el motor acelerado del coche tomando las curvas como si nadie más que ella tuviese derecho a transitar la noche, por la carretera secundaria que había escogido al azar. La rabia y la desazón se habían encargado de hacerle perder la noción del tiempo. Seguía gritándole a Javier, en voz alta: ¡eres un inútil!, aunque hacía horas que había salido de su cama. De repente el coche que circulaba en sentido contrario, con las luces largas puestas, la deslumbró. El mundo de Elvira se traspuso con el zarandeo. Al borde del precipicio, consiguió controlar el vehículo. Fue entonces cuando la oscuridad, asustada por el devaneo de la conductora, despertó al sol quien, desperezándose, iluminó tenuemente la carretera.
Quilómetros lejos del lugar, el hueco que había dejado Elvira en la cama de Javier era ya un tímpano de hielo. El hombre, con las manos en el bajo vientre, trataba de notar alguna respuesta; una erección matutina hubiese sido una bendición pero el menosprecio de la amante, sus gritos, lo habían dejado en modo pausa. Nunca, con la Santa, su esposa, le había fallado la hombría. ¡Nunca! El recuerdo de los años compartidos dibujó una leve sonrisa en los labios de Javier. La necesidad de rencontrarse con la imagen de su entregada sumisa, amante, amiga, esposa, le empujó a planificar los pasos que daría cuando, encontrase la fuerza para salir de la cama… Delante del cuadro, que presidia la estancia, la miraría a los ojos para reprocharle el abandono, una vez más. No podía entender por qué la Santa tuvo que morirse desordenando su vida, sus hábitos, su tiempo. El caos provocado por la ausencia lo había llevado a los brazos de Elvira, una mujer de carácter apasionado, dueña de sí misma. Quizás lo había manejado como un títere, como le decía su mejor amigo, pero estaba poseído por el instinto y la pasión que ella le desataba desde la primera cita. Javier creyó haber controlado los momentos, los días e incluso los meses, hasta ese último maldito instante, en que, bajo las sábanas de seda, no pudo dar la talla. Y si la noche había sido tormentosa el día no amanecía con buenas noticias. Ya en el comedor, los ojos de Javier buscaban desencajados la imagen de la Santa; el cuadro permanecía en su sitio pero la silueta de la esposa ejemplar había desaparecido.
Elvira, ajena al misterio que había dejado tras de sí, trataba de recuperarse del susto. Reposaba con la cabeza encima del volante, su confidente; el amigo fiel que le acababa de salvar la vida. La mente reorganizaba las imágenes que a modo de balance se habían sucedido durante el instante en que creyó que no podría dominar el coche y que se precipitaría inevitablemente al vacío. Que Javier fuese viudo no le importó, aunque le molestaba la presencia de la Santa: en las conversaciones, en el pequeño altar con la vela azul, siempre encendida, delante el portarretratos, encima de la cómoda del dormitorio. El lienzo que presidia el comedor era el colmo. Incontables habían sido las veces que Elvira le había pedido a Javier que lo sacara de la estancia. Él se había mostrado sumiso, acatando lo deseos y caprichos de su amada. Todos excepto regatear a la Santa un solo milímetro de su espacio. En ningún momento se preguntó si ella, la esposa modélica, liberada de las obligaciones conyugales desearía seguir estando allí.
La cita del sábado para cenar formaba parte del semana a semana de la pareja. Javier solía delegar las tareas domésticas a la asistenta contratada a media jornada. Quedó fascinado del mimo con que la muchacha había preparado la cena y decorado la mesa; se respiraba un ambiente distinto, una sensibilidad que todavía no había descubierto en la sirvienta. Pensó, incluso, en darle una gratificación con el sueldo del mes. La noche prometía. Elvira, antes de cruzar el umbral, intercambió la mirada con Javier; le gustó la expresión picarona de sus ojos. En el comedor, la luz tenue de las velas rojas que sostenían unos candelabros de estilo barroco, diluía la presencia de la Santa. La mantelería y la vajilla de los días señalados estaban delicadamente dispuestos para recibir el menú. La pincelada sofisticada recaía en el arreglo floral que decoraba el centro de la mesa compuesto por rosas rojas y lirios blancos. Javier se había sumergido literalmente en el papel de gentleman, aunque Elvira la puesta en escena le pareció un tanto ridícula, se dejó llevar. La voz de la libido le apuntaba la posibilidad de hacer realidad todas y cada una de sus fantasías sexuales. No fueron las almejas en salsa, ni la crema de aguacate con salmón, los manjares que desataron a la leona: fue el postre. Cuando Javier salió de la cocina con el bol de chocolate fundido y las fresas, Elvira se levantó de la silla, agarró a su amante de la corbata y lo arrastró hasta la habitación, sin perder de vista la fuente del placer que Javier llevaba, haciendo acrobacias, entre las manos. Una brisa vaporosa apagó las velas inundando de penumbra el comedor; acto seguido, como si se tratase de una presencia no terrenal, correteó detrás de la pareja. El postre terminó reposando encima de la colcha, salpicada de pétalos. Elvira, desando sumergir la primera fresa en el chocolate, liberaba a Javier de su ropa, con avidez. Contagiado del desenfreno, él, rasgó la blusa de ella dejando al descubierto los pechos. Los botones, como perlas, cayeron uno a uno en el mar de cacao. Bañada la primera fresa, Elvira la atrapó entre los dientes mirando lascivamente a su partenaire; Javier, con el instinto desatado, mordisqueó el fruto afrodisiaco hasta sumergir la lengua en las fauces de la amada. Elvira conducía, con desenfreno, la locomotora que transitaba la montaña rusa en la que viajaban. En la cumbre, manteniendo la armonía unos instantes, alcanzaban el clímax, hasta que los jadeos de ambos, sorteando el vacío en los intrincados railes del descenso, los conducían al punto de partida. Elvira poseía con voracidad a Javier por todos los amantes que, en el pasado, la dejaron insatisfecha, por los que la rechazaron, por los que la humillaron. Él, creyendo haber alcanzado el cielo, con el primer viaje, se entregó a la lujuria dos veces más, pero, al inicio del tercer trayecto su cuerpo, agotado, bajó irremediablemente la bandera del sexo. Elvira, en pleno apogeo, no estaba dispuesta a apearse. Ante la desgarradora imagen del pene de Javier desplomándose, empezó a gritar: ¡eres un inútil! Instintivamente, unos segundos más tarde, abandonó la cama y, vistiéndose, a toda prisa salió de la habitación. A su paso por delante de la cómoda, la llama del altar de la Santa, asustada por los gritos, se apagó. Las palabras se diluyeron con el portazo que se llevó tras de sí los pasos de la leona quilómetros lejos de Javier. Él no se dio cuenta de la brisa vaporosa que le arropó antes de dormirse.
El coche que había deslumbrado a Elvira, estaba aparcado en el arcén de la carretera, a unos metros de distancia del precipicio; observaba al vehículo que milagrosamente se mantenía al filo. La conductora vestida con una túnica vaporosa de raso azul; parecía una Santa huida de un lienzo. Entre las huesudas manos, casi transparentes, sostenía un manual de color sepia. Una a una iba desgranando las hojas que salían volando por la ventanilla empujadas por la brisa sutil de la madrugada. Ajena al acto de liberación de la Santa y al enojo de Elvira, una golondrina brincaba sobre el recién decorado asfalto, de cuartilla en cuartilla, picoteando curiosa las leyendas como si las pudiera leer: Ten lista la cena… Arregla la casa… Hazlo sentir en el paraíso… Ponte en sus zapatos: Manual de la buena y santa esposa, hasta que ni el limbo os separe.
Moon Oliver
6 de Octubre del 2017