A Tap Dancer’s Dilemma. Swing, jazz y amor

Swing Corrían los años 20. Más bien escapaban en un club de jazz en su pleno esplendor, lleno luces, de colores, de personas. De caballeros que cortejaban a las coquetas damas en vestidos deslumbrantes…

De copas de delicado cristal llenas de la mayor diversidad de alcoholes. Pero lo que más desatacaba era la música. Brillaba con más fuerza que cualquier vestido, que cualquier color, que cualquier luz. Llenaba la sala de calidez y de alegría. Llenaba a las personas de ganas de bailar y de reír. Poderosa fuerza la música, muy frecuentemente desestimada.

Si cualquiera entrara en ese club, lo primero que vería sería un gran espacio de baile, abarrotado por sus visitantes enfrascados en un ferviente sinfín de movimientos. Lo siguiente que llamaría la atención sería el escenario, siempre ocupado por músicos que actuaban en directo. Cada noche había una actuación nueva y diferente a la anterior, si bien no hay que descontar a los habituales, como Freddie. Curioso tipo, muy curioso, si bien su historia es una reservada para otra ocasión. A continuación, se vería la barra, cómo no, llena de botellas de los más diferentes licores, algunos de ellos de importación. Y sólo después de pasar la vista por todo ese espectáculo, se fijaría uno en las mesas. Hileras de mesas redondas de madera, que se extendían hasta la oscura pared del fondo.

A Tap Dancer’s Dilemma
A Tap Dancer’s Dilemma

Si cualquiera entrara en ese club, vería muchísimas cosas antes de fijarse en la pareja de la mesa de la esquina más alejada. Él, un inspector de policía mediocre; ella, una flapper sin demasiado talento. Las probabilidades de que se conocieran eran escasas, o quizás sea simplemente una broma del destino.

Pero ahí estaban, riendo, coqueteando y disfrutando de su mutua compañía. Y no importaba que estuvieran en el rincón más oscuro y oculto del club, para ellos como si estuvieran en el rincón más perdido y abandonado de la Tierra, pues estaban ensimismados en su propio mundo. De hecho, era su sitio favorito del local, aquel que ocupaban cada vez que lo visitaban.

Cualquiera pensaría que el motivo de tal preferencia es la intimidad que otorgaba, la lejanía de la multitud, la elusión de las interrupciones. Y tendría sentido, pues ¿qué más buscaría una pareja de tortolitos en un club abarrotado de gente una fría noche de noviembre? Tendría sentido sí, pero, por lo general, a la realidad  no le gusta seguir el camino de la lógica. Él, buscaba un lugar en el que no le vieran, pues no le convenía que le reconocieran; ella, buscaba un lugar desde donde se pudiera tener controlado todo el local, con sus diversas salidas y entradas.

Porque a pesar de lo bonito que sería el encuentro casual de dos personas en un local caracterizado por una melodiosa harmonía de notas, instrumentos y músicos, el destino es una farsa y las coincidencias no existen. Pues cuando las probabilidades de que algo pase son escasas, entra en juego una mano invisible, o en este caso, un par, que juega con los hilos de la vida para construir un entramado camino y llamarlo “destino”.

Él, uno de los gangsters más temidos de Chicago; ella, una espía rusa con la misión de matarlo. La pareja perfecta, para los amantes del sarcasmo. Ambos interpretando el papel de sus vidas. Ambos locamente enamorados el uno del otro. Ambos locamente enamorados de alguien que no existe. Dios los crea y ellos se juntan, ¿no?

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